Varios años y el concurso de muchos brazos insumió convertir aquel campo casi virgen de más de 11.000 hectáreas en un establecimiento agropecuario de alto rendimiento, e iniciar las plantaciones para rodear el casco de la estancia “Barra del San Juan” con un parque de 250 hectáreas al estilo inglés. Esa era la moda que imperaba a principios del siglo XX entre las familias acaudaladas de un lado y otro del Río de la Plata, y el que diseñó el paisajista alemán Herman Böttrich a pedido de Aarón de Anchorena tiene esa impronta: extensas superficies verdes, caminos curvos flanqueados por hileras de árboles de gran porte, un lago artificial cruzado por un puentecito de madera, y manchas boscosas compuestas por una bien calculada combinación de especies de hoja caduca y de hoja persistente que tampoco fueron plantadas al azar.
Una foto de mayo de 1911 muestra a María Mercedes Castellanos, la madre de Aarón, posando en medio de un camino junto a jóvenes robles que apenas sobrepasan la altura de la señora. Pero para vestir la pradera mientras se iban desarrollando los ejemplares de crecimiento lento, además de rellenar depresiones, abrir caminos, levantar edificios para el trabajo y para la vida doméstica, su hijo hizo transplantar árboles de mediano y de gran porte ya adultos y fue a buscar personalmente a Australia 66 variedades de eucaliptos de crecimiento rápido. Anchorena tenía la fortuna y las ideas de las clases imperiales de su tiempo. Podía permitirse todos los gustos, con el toque de liberal aventurerismo que le confería ser y saberse miembro de una familia inmensamente adinerada, en una época seducida por las prodigiosas innovaciones hijas de la Segunda Revolución Industrial y abocada a la desenfrenada apropiación de los tesoros arrancados por la colonización europea de África y Oriente.
Pero lo que hoy en verdad cautiva la mirada y hace detener los pasos para admirarlas son, por encima de todo, las esculturas vivas creadas por la naturaleza. Las gruesísimas cortezas agrietadas, las raíces y las nudosas ramas de árboles inmensos y centenarios imponen sus volúmenes y formas que hacen pensar en venus paleolíticas y madonas renacentistas.
Las ramas desnudas de las tipas (Tipuana tipu) serpentean alzándose hacia el cielo en alineaciones de estudiada geometría.
Asomadas al “mirador sobre el Río de la Plata”, con sus raíces que parecen suspendidas de un hilo, las estilizadas casuarinas desafían la ley de la gravedad. En contraste, monte adentro, un higuerón gigantesco se confunde con un monstruo cruza de jirafa y dinosaurio que intentara sin éxito liberar su pesado cuerpo de las raíces que, como fuertes patas, lo atan férreamente al suelo. Y por todos lados, delgadas y flexibles, las epífitas, que no saben vivir sino enganchadas a la corteza de árboles añosos, extienden sus mantos de intrincado tejido.
La imagen más cercana a la que podía contemplar quien visitara la estancia “Barra del San Juan” cien años atrás, en los comienzos de la plantación, quizás haya que ir a buscarla al invernadero. Allí seguramente se estibaban las especies que Anchorena importaba o iba a buscar personalmente a Europa, Australia, Canadá, India o China. Hoy, protegidas de los ciervos por un cerco perimetral, esperan su turno cientos de jóvenes plantas hijas del parque. Reproducidas de semillas o por esquejes, irán a reunirse con sus congéneres cuando, tumbado por la violencia de un temporal o por la culminación de su ciclo vital, haya que reemplazar a alguno de sus progenitores.
Y una vez instaladas, continuarán bajo protección hasta alcanzar el desarrollo suficiente como para no correr el riesgo de ser engullidas por los ciervos. Estos son tan numerosos que, cuando llega la temporada de recoger semillas, el personal a cargo del invernadero corre una carrera a contrarreloj para salvar todas las que se pueda de la voracidad de estos animalitos.