Es la flor que más se cultiva y la que cuenta con más entusiastas en todo el mundo. Presente o nombrada en casi toda expresión artística desde las civilizaciones más antiguas, no sabemos con certeza desde cuándo existe, pero nadie ignora la admiración que despiertan su belleza y su perfume. Aunque originaria del hemisferio norte (principalmente de China y Europa), hoy se encuentra en jardines de todo del planeta.

Las rosas antiguas eran bastante diferentes a la imagen que hoy asociamos típicamente con la rosa. Tenían menos pétalos, más espinas y más perfume; las europeas eran solo de color blanco, rosado o rojo, pues carecían del pigmento amarillo que, en cambio, sí tenían las de China. Fue recién después de los viajes de Marco Polo, cuando se establecen rutas de comercio entre Oriente y Occidente, que se introduce en Europa la rosa amarilla. Algunos historiadores opinan que el nombre “híbrida de té” viene de que las rosas llegaban entre los cargamentos de té chino y estaban impregnadas de ese aroma.
La historia de la rosa cambia a partir de que Jean-Baptiste Guillot registra, en 1867, su primer cultivar, al que nombra ‘La France’. Esa fecha marca el nacimiento de la categoría “rosas modernas” que abarca a todas las híbridas creadas desde entonces, quedando todas las anteriores comprendidas en la categoría de “antiguas”.
Año a año los obtentores de nuevas rosas se esfuerzan por ofrecer variedades más bellas, más exóticas, más perfumadas o simplemente diferentes. A partir de las primeras 100 especies conocidas se han obtenido al día de hoy más de 30.000 cultivares, pero nadie ha logrado crear, todavía, una verdadera rosa azul.

Los rosales son muy agradecidos, con un mínimo de cuidados florecerán. La época en que más se lucen es en octubre y noviembre.
Los rosales llamados reflorecientes vuelven a tener una floración en otoño, pero no nos sorprendamos de que también nos ofrezcan alguna rosa en pleno invierno.
Hoy existe tal variedad de cultivares, que siempre podremos encontrar el que irá bien en nuestro jardín.

Tengamos presente sus tres demandas básicas:
Sol. Los rosales necesitan entre 6 y 7 horas diarias de sol directo. Algunos nuevos cultivares logran florecer aunque reciban menos sol, pero nunca por debajo de 4 horas diarias.
Nutrientes. La producción de su espectacular floración demanda a los rosales un gran esfuerzo, y por eso necesitan buen sustrato y aporte periódico de nutrientes.

Pimpollos con oidio

Cuidados sanitarios. Para mantener la sanidad de nuestros rosales, debemos eliminar las partes enfermas, podar de forma que pueda circular el aire y aplicar fungicidas preventivamente.
Los hongos son los grandes enemigos de las rosas. El oídio y la mancha negra son las enfermedades más comunes y, en menor grado, la botritis o moho gris.

 

 

 

Los vitivinicultores plantan rosales como planta testigo en la cabecera de cada línea de vid, porque saben que son las primeras plantas que se infectan: si encuentran oídio en ellos se apresuran a fumigar las vides para prevenir el contagio.


Escaramujos

Son los frutos de los rosales, muy parecidos a manzanitas y hasta tienen un sabor similar. Es una práctica habitual eliminar las flores una vez que se marchitan, para que la planta no gaste energía en producir frutos que no vamos a aprovechar, y la utilice para florecer nuevamente. Pero los escaramujos tienen también valor decorativo; con sus diferentes formas y tonos de rojo y naranja dan un toque de color al jardín en pleno invierno.
Otro motivo valedero para dejarlos en la planta es que son un excelente alimento para los pájaros, que nos agradecerán visitando nuestro jardín.
Tienen un alto contenido de vitamina C. En Europa, en épocas de escasez de alimentos, los escaramujos fueron usados como fuente de esa vitamina. Desde tiempos remotos se usaron y se siguen usando para hacer mermeladas y jaleas.

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